La
boda
Villano Vilón*
Mi esposo era biólogo. Su padre fue un sabio naturista
que lo ‘bautizó’ con dos nombres, uno para la mayor parte de la gente y otro,
muy significativo para él y para quien pudiera apreciar ese capricho:
Tamarindo. Lo había llamado así porque este fruto lo salvó de la malaria en la
selva amazónica, y en esa época su esposa esperaba su primer hijo: Jose
Tamarindo. Así, Jose, sin tilde.
Cuando lo conocí, él tenía veintidós años. Estaba
investigando acerca de las propiedades medicinales de una planta, el irupé, de
la que solían hablarle un profesor y un amigo chamán. Fue así como se enteró de
que el origen de la planta era una leyenda de amor. Yo tenía diecinueve años,
hacía danza clásica desde niña, pero recientemente había regresado de África,
donde aprendí danzas negras. Nos enamoramos rápidamente. El día en que nos
encontramos por primera vez, él soñó que había ido conmigo a conocer el irupé y
que jamás habíamos regresado porque en nosotros se repetía la leyenda.
Viajamos a conocer la flor y nos instalamos a la orilla
del gran río. Durante aquellos días, él me enseñó, entre muchas otras cosas,
algunas danzas de la comunidad aborigen que lo inició en el conocimiento de las
plantas sagradas y en su cosmovisión. Pero lo que recuerdo con más ternura es
que con él aprendí a beber sorbos de luna. Las tomas consistían en beber, en el
cuenco de la mano, agua del río, justo en el lugar donde ella se reflejaba
plenamente a medianoche. Así lo hicimos hasta cuando mis ojos vieron con
perplejidad una experiencia maravillosa: el abrir de la flor blanca –femenina–
que vive un solo día al año para sumergirse luego, dando paso al nacimiento de
la flor roja –masculina– que igualmente
vive apenas veinticuatro horas, durante las cuales pasa lentamente del color
rosa al púrpura encendido. Su máxima saturación de color se produce en el
momento de hundirse en el lecho del río. Su belleza me cautivó.
En ese lugar mágico, la contemplación era un ejercicio
espiritual del que nadie quería sustraerse, excepto para prácticas como las que
realizábamos al anochecer durante nuestra permanencia. En un gran pozo que
formaba el río, rodeado de árboles enormes y una vegetación multiforme que se
enredaba caprichosamente, celebramos el rito de los amantes de la leyenda. Yo
me sumergía suavemente en el agua, caminando hasta perder pie, y luego flotaba.
Me sostenía agarrada de una liana colgante del enorme lirio, que no debía
soltar aunque estuviera de cara al cielo. Así tenía que llegar hasta donde el
reflejo luminoso alcanzaba su máximo esplendor. Allí bebía y acariciaba el
rostro de mi amor, reflejado en doble espejo de agua y luna. Con los ojos
cerrados, mi cuerpo liviano se deslizaba, dejándose llevar por él hasta cerca
de la flor. De igual modo, Tamarindo bebía luna y sorbos de mi cara, y luego se
alejaba bajo el agua hasta quedar oculto por las sombras de los árboles. Cuando
la redondez del cristal que nos alumbraba perdía la definición de su contorno y
se convertía en luz esfumada, nos buscábamos, caminábamos tomados de la mano
rumbo a nuestro cobijo provisional y permanecíamos abrazados en silencio hasta
quedar dormidos.
A la séptima lunada decidimos que el ritual final sería
nuestra boda, la celebraríamos en el mejor de los lotos. Era magnífico, si bien
los demás también lo eran; pero indiscutiblemente ese era el mejor, el más
grande, el perfecto. Allí esperamos que llegara la florescencia antecesora de
nuestras nupcias. Juntos acompañamos la gestación, el nacimiento y la muerte de
la corona de flores; de ellas nos despedimos en el momento en que el lecho de
musgo, que siempre está tendido bajo la planta, se abrió para cubrirlas
amorosamente.
Culminaba así el ciclo que se reinaugura cada año, cuando
las noches de verano alcanzan la tibieza justa, el silencio profundo, la calma
de las aguas, el máximo esplendor de la luz en contacto con las vegetación
selvática. En el instante único de la conjugación de esos elementos, en medio
de una armonía sagrada, brotan calladamente primero la flor femenina blanca,
olorosa a fruta, y luego la flor
masculina cuyo rubor se enciende poquito a poco, hasta el estallido escarlata
que anuncia su inmersión sin retorno en el pozo. Entonces, toda la naturaleza
contiene el aliento, aguarda.
En la noche de la boda, Tamarindo me cubrió con una
túnica blanca, bordada de flores y hojas tejidas por él mismo, sin que yo me
hubiera dado cuenta. La novia no debía ver el atuendo antes de la ceremonia,
así lo indicaba el ritual. Por mi parte, le puse una corona adornada en forma
similar. Mutuamente untamos nuestros cuerpos con aceites perfumados y caminamos
hacia la orilla, cada uno tras las lianas colgantes de la planta, rodeando el
gran lirio. Reclinada en él, tomé sorbos de luna con más devoción que nunca y
prometí a los amantes de la leyenda, que nosotros permaneceríamos juntos hasta
la muerte. Tamarindo hizo la misma promesa.
Años más tarde, aquellas palabras que juramos ante el más
bello de los irupés adquirieron su verdadera dimensión. En una de sus
expediciones, Tamarindo se perdió en la manigua. Quizás un lecho húmedo y
fangoso lo abrazó como a la flor escarlata, y como ella, no regresó jamás.
Para entonces, las investigaciones sobre las propiedades
del maravilloso lirio habían avanzado. Las dos flores juntas, sometidas al más
riguroso procedimiento para extraer su esencia, se habían convertido en una
medicina que actuaba sobre el alma de quienes padecen el agobiante dolor de
perder un ser amado. Esta bebida les devuelve la serenidad y les permite
guardar su recuerdo en la penumbra silenciosa de la memoria. Así logran sobrevivir
a la pérdida los amantes. Así curan la herida del abandono.
*Idaly Monroy, Trabajadora social, finalista II Premio Literario
Eutiquio Leal, TEGGM de la Universidad Autónoma de Colombia