sábado, 9 de marzo de 2013

La boda. Cuento. *Idaly Monroy


La boda

Villano Vilón*


            Mi esposo era biólogo. Su padre fue un sabio naturista que lo ‘bautizó’ con dos nombres, uno para la mayor parte de la gente y otro, muy significativo para él y para quien pudiera apreciar ese capricho: Tamarindo. Lo había llamado así porque este fruto lo salvó de la malaria en la selva amazónica, y en esa época su esposa esperaba su primer hijo: Jose Tamarindo. Así, Jose, sin tilde.

            Cuando lo conocí, él tenía veintidós años. Estaba investigando acerca de las propiedades medicinales de una planta, el irupé, de la que solían hablarle un profesor y un amigo chamán. Fue así como se enteró de que el origen de la planta era una leyenda de amor. Yo tenía diecinueve años, hacía danza clásica desde niña, pero recientemente había regresado de África, donde aprendí danzas negras. Nos enamoramos rápidamente. El día en que nos encontramos por primera vez, él soñó que había ido conmigo a conocer el irupé y que jamás habíamos regresado porque en nosotros se repetía la leyenda.

            Viajamos a conocer la flor y nos instalamos a la orilla del gran río. Durante aquellos días, él me enseñó, entre muchas otras cosas, algunas danzas de la comunidad aborigen que lo inició en el conocimiento de las plantas sagradas y en su cosmovisión. Pero lo que recuerdo con más ternura es que con él aprendí a beber sorbos de luna. Las tomas consistían en beber, en el cuenco de la mano, agua del río, justo en el lugar donde ella se reflejaba plenamente a medianoche. Así lo hicimos hasta cuando mis ojos vieron con perplejidad una experiencia maravillosa: el abrir de la flor blanca –femenina– que vive un solo día al año para sumergirse luego, dando paso al nacimiento de la flor roja  –masculina– que igualmente vive apenas veinticuatro horas, durante las cuales pasa lentamente del color rosa al púrpura encendido. Su máxima saturación de color se produce en el momento de hundirse en el lecho del río. Su belleza me cautivó.

            En ese lugar mágico, la contemplación era un ejercicio espiritual del que nadie quería sustraerse, excepto para prácticas como las que realizábamos al anochecer durante nuestra permanencia. En un gran pozo que formaba el río, rodeado de árboles enormes y una vegetación multiforme que se enredaba caprichosamente, celebramos el rito de los amantes de la leyenda. Yo me sumergía suavemente en el agua, caminando hasta perder pie, y luego flotaba. Me sostenía agarrada de una liana colgante del enorme lirio, que no debía soltar aunque estuviera de cara al cielo. Así tenía que llegar hasta donde el reflejo luminoso alcanzaba su máximo esplendor. Allí bebía y acariciaba el rostro de mi amor, reflejado en doble espejo de agua y luna. Con los ojos cerrados, mi cuerpo liviano se deslizaba, dejándose llevar por él hasta cerca de la flor. De igual modo, Tamarindo bebía luna y sorbos de mi cara, y luego se alejaba bajo el agua hasta quedar oculto por las sombras de los árboles. Cuando la redondez del cristal que nos alumbraba perdía la definición de su contorno y se convertía en luz esfumada, nos buscábamos, caminábamos tomados de la mano rumbo a nuestro cobijo provisional y permanecíamos abrazados en silencio hasta quedar dormidos.

            A la séptima lunada decidimos que el ritual final sería nuestra boda, la celebraríamos en el mejor de los lotos. Era magnífico, si bien los demás también lo eran; pero indiscutiblemente ese era el mejor, el más grande, el perfecto. Allí esperamos que llegara la florescencia antecesora de nuestras nupcias. Juntos acompañamos la gestación, el nacimiento y la muerte de la corona de flores; de ellas nos despedimos en el momento en que el lecho de musgo, que siempre está tendido bajo la planta, se abrió para cubrirlas amorosamente.

            Culminaba así el ciclo que se reinaugura cada año, cuando las noches de verano alcanzan la tibieza justa, el silencio profundo, la calma de las aguas, el máximo esplendor de la luz en contacto con las vegetación selvática. En el instante único de la conjugación de esos elementos, en medio de una armonía sagrada, brotan calladamente primero la flor femenina blanca, olorosa  a fruta, y luego la flor masculina cuyo rubor se enciende poquito a poco, hasta el estallido escarlata que anuncia su inmersión sin retorno en el pozo. Entonces, toda la naturaleza contiene el aliento, aguarda.

            En la noche de la boda, Tamarindo me cubrió con una túnica blanca, bordada de flores y hojas tejidas por él mismo, sin que yo me hubiera dado cuenta. La novia no debía ver el atuendo antes de la ceremonia, así lo indicaba el ritual. Por mi parte, le puse una corona adornada en forma similar. Mutuamente untamos nuestros cuerpos con aceites perfumados y caminamos hacia la orilla, cada uno tras las lianas colgantes de la planta, rodeando el gran lirio. Reclinada en él, tomé sorbos de luna con más devoción que nunca y prometí a los amantes de la leyenda, que nosotros permaneceríamos juntos hasta la muerte. Tamarindo hizo la misma promesa.

            Años más tarde, aquellas palabras que juramos ante el más bello de los irupés adquirieron su verdadera dimensión. En una de sus expediciones, Tamarindo se perdió en la manigua. Quizás un lecho húmedo y fangoso lo abrazó como a la flor escarlata, y como ella, no regresó jamás.

            Para entonces, las investigaciones sobre las propiedades del maravilloso lirio habían avanzado. Las dos flores juntas, sometidas al más riguroso procedimiento para extraer su esencia, se habían convertido en una medicina que actuaba sobre el alma de quienes padecen el agobiante dolor de perder un ser amado. Esta bebida les devuelve la serenidad y les permite guardar su recuerdo en la penumbra silenciosa de la memoria. Así logran sobrevivir a la pérdida los amantes. Así curan la herida del abandono.

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*Idaly Monroy, Trabajadora social, finalista II Premio Literario Eutiquio Leal, TEGGM de la Universidad Autónoma de Colombia

 

Amanecer. Poema.


Amanecer

 Leonardo Gutiérrez Berdejo

 
Abro la puerta

y al instante veo

las hojas del naranjo

acunando el rocío;

a las aves, arando el suelo

y tejiendo hoyuelos

para la siembra.

Más allá la montaña

se abre paso hacia el infinito

extendiendo sus brazos

y recogiendo las sombras

cuando el sol se le encima.

Una ráfaga de viento

sacude mi sueño

y en el suelo, esparcidas

yacen aún

estrellas que se desprendieron

durante la noche.

Camino. Poema


Camino

 
Leonardo Gutiérrez Berdejo
 

El camino se extiende, cuan largo,

 

hasta la montaña.

 

Es estrecho

 

y parece penetrar en el vientre de la montaña.

 

Las ramas de los árboles,

 

a su lado están,

 

y lo cubren con el follaje y con las sombras

 

y en cada día parecen abrazarse

 

por encima del camino

 

y aprisionan al caminante,

 

pero no, sólo quieren ofrecer la sombra

 

y a cada instante susurrar un canto

 

que el camino se hace corto

 

cuando, unido, se hace el viaje

 

La mirada de mi madre. Poema.


La mirada de mi madre.

 Leonardo Gutiérrez Berdejo


Mirada penetrante, altiva y en ocasiones serena

otras veces amorosa y a menudo vivaz.

A ratos cariñosa y a ratos indagadora.

Otras veces de mirada preocupada

y también fugaz.

 

Preocupada de la vida.

no la de ella sino la de nosotros diez.

Éramos doce, quedamos diez.

siempre le dolió la partida de dos. Nada se pudo hacer.

 

La vida le ha enseñado a ser valiente y… paciente.

observadora fiel de todos.

parece ser que a su mirada nada  escapa.

 

En ocasiones me parece verla, frente a mí.

Sonriéndome,

pero a ella nunca le parece.

Siempre, a cada instante me ve, perdón… nos ve.

con ternura, con amor, como preguntando ¿qué te hace falta?

no tengo qué responder.

 

Su mirada para todos es así: generosa y amplia,

incapaz de mentir,

como si a todos estuviese preguntando: ¿Qué te hace falta?

a veces esto es incomprendido. Pero ella es feliz.

 

A veces su mirada es grave y honda, pero nada de temer.

y en algunas tardes su mirada es profunda y reflexiva.

parece una mirada perdida pero no, no lo es.

es una mirada despierta y viva,

con deseos de aprender.

 

Profunda como el mar y lejana como el firmamento,

pero, a la vez, cercana y es tibia, como el abrigo y la piel.

Como ciertos amaneceres su mirada se vuelve infinita...también como el mar.

y se confunde con la gente de este pueblo que la vio nacer y amar.

 

Pero yo estoy seguro de que siempre su mirada es de madre

como son todas las miradas de madre…llenas de amor,

como son las miradas de todas las madres de este rincón del mundo,

como es la mirada de los que se aman.

Como es la mirada de Dios.

Oda a Sabanagrande. Leonardo Gutiérrez Berdejo


Oda a Sabanagrande

A la memoria de todos los municipios del caribe colombiano

víctimas de la violencia

                                                                                 

Rayos de oro brotan de la Sierra al Este

que del azul infinito a tu suelo se expande

ruge allí bravo impetuoso torrente

y altiva te  levantas ¡Oh! Sabanagrande

De la estirpe indígena Cacón y Taunemas

el abrazo Tancamo al cruel conquistador

huidas salvajes con palos y gemas

y gestas de armas repletas de ardor

Rondas viejas leyendas en tu blanco penacho

que se extienden cual hilos que mil manos te bordan

allí están esos sueños del valiente Camacho

y el recuerdo fugaz de esas líberas hordas

Salpicado de sueños en ese Valle grande 

penetrado una y mil veces de motores sin fin

recostada estás en la ciénaga grande

y bordada de olas del Magdalena afín

La tarde se asoma fragante y bravía

en el azul de tu cielo que se extiende sin par

allí están esos montes que a la voz De María

allá van esos surcos repletos de vida y de paz

Cuántos vivos recuerdos a diario presiento

de aquel puente de piedra que el arroyo cubrió

de las ceibas valientes cayeron fragmentos

y el arroyo bravío un día, quizás, no volvió

Se extiende, cuan largo, el camino hacia el río;

y bordeas el muro que encierra el fervor

alcanzas el chorro de vida y de brío

que zurce de escamas, red y pescador

 

Dónde están los colosos que cuidaban tu estirpe

que junto a Ceres la diosa circundaban tu suelo

dónde están? ya se han ido y sus hijos no existen

pero quedan los rayos de tu raza y tu pueblo.

Vibra el hierro forjado a los rayos de sol

el espacio sucumbe, se ilumina el taller

y en las manos forzosas de ese buen forjador

orgulloso el yunque, el fruto, el hoy y el ayer.

Algarabía de niños camino a la escuela

con tardes de fútbol, de sol y de amor;

esplendor eterno que al viento se eleva

esperanza viva frondosa en  calor.

 

Y aquella eterna guerra del abuelo;

y los nuevos relatos que aquí vuelven y aquí están

 

Pasan raudos, veloces, alegres, porfiados

mil risas envueltas en juegos de hoy

allá van cuan altivos al encuentro diario

allí están esos claustros, allí están, allí soy.

Reflejan tus calles devota alegría

tu suelo eterniza el son del rayar

festivos bordados se asoman un día

cadencias que tejen y aroman tu andar

Caminan altivas, devotas, vivaces

esparciendo el suelo de aroma y candor

tu estirpe recrea y en todos renace

el más puro encuentro de fe y de amor.

Secretos añejos tus calles esconden

que semejan enjambres en tu piel cada tarde

también esperanzas y cantos responden

eres faro que guía, noble y leal Sabanagrande.

El taburete. Picaresca. Leonardo Gutiérrez Berdejo


El taburete

 

Soñaba Juanita un día

en comprarse un taburete

pa´descansar bien tendida

y recordar to´a su gente

Ahorraba lo que más podía

centavos casi a diario,

en su sueño, que a porfía

se volvió en su ideario

Todo giraba en su mente

pa´entregarle a ´ño Manuel

los centavos que a su suerte

reuniría pa´ su escabel

En su lista de primero

estaba su silletín,

 y en mañana tarde y en sueño

todo giraba a ese fin

 

Por fin reunió el importe

y directa fue con ´ño Manuel

aquí te entrego y al paso

me hagas mi ansiao escabel.

Recibió Manuel el importe

de Juanita con esmero

y al punto inicia el corte

del mueble pa´quel sonero

 

Madera, serrucho y clavo

Penden del sueño fiel

De Juanita, la que un día

Soñó con ansiao escabel

Por fin, punto final le puso

Manuel al sonado estrado

y parte cual ágil  tuso

a entregar aquel recado

 

Llega al destino ansiao

Sofocado y restallando

Pa´ entregar muy alistado

Aquel de descanso encargo

 

Una y mil veces él llama

a la puerta muy probado

nadie allí a Manuel responde

nadie, Juanita está descansando

Le recojo los frutos. Picaresca. Leonardo Gutiérrez Berdejo


Le recojo los frutos

 

Manuela la campesina

en su casa me alojó

tres días pasé durmiendo

y nadita me cobró

Manuela, señora mía

¿cómo te puedo pagar

si dinero yo no tengo

y tú te has de alimentar?

Manuelita, te propongo

y espero que me lo aceptes

que en lugar de los tres días

me dejes estar los siete

Te recojo bien los frutos

y te limpio el cobertizo

te apresto tu burro viejo

y hasta el fogón te lo atizo

Manuela agradecida

al negro responde: ¡listo!

pero quiero que me incluyas

regarme este manojito

¿Cómo puedes tú Manuela,

creer que olvide tal cosa?

y hasta puedo yo con gusto

sembrarte el palo de rosa

Remajearte también quiero

tu linda mata de iraca

cortar la crin del caballo

y acomodarte la estaca

 

Llevar la cosecha al pueblo

y traerte el mercadito

abanicarte la espalda

y arreglarte ese gajito.

 

Han pasado doce meses

y el negro se acomodó

está bien agradecido

que hasta un niño le encimó.