sábado, 16 de febrero de 2013

La Boda. Idaly Monroy

LA BODA.

Mi esposo era biólogo, su padre fue un sabio naturista que lo "bautizó" con dos nombres, uno para la mayor parte de la gente y otro muy significativo para él y para quien pudiera apreciar ese capricho: Tamarindo. Lo había llamado así porque este fruto lo salvó de la malaria en la selva amazónica y en esa época su esposa esperaba su primer hijo: Jose Tamarindo. Así, Jose sin tilde.

Cuando lo conocí él tenía veintidos años. Estaba investigando acerca de las propiedades medicinales de una planta
, el Irupé. De ella le habían hablado un profesor y también un amigo chamán que le relató la leyenda de los amantes que dieron origen a la planta. Yo tenía diecinueve, hacía danza clásica desde niña, pero recientemente había regresado de África donde aprendí danzas negras. Nos enamoramos rápidamente. El día que nos encontramos por primera vez, él soñó que había ido conmigo a conocer el Irupé y que jamás habíamos regresado porque en nosotros se repetía la leyenda.

Viajamos a conocer la flor. Nos instalamos a la orilla del gran rio. Durante esos días él me enseñó, entre muchas otras cosas, algunas danzas indígenas que aprendió con la comunidad en la que se inició en el conocimiento de las plantas sagradas, y en su cosmovisión. Pero lo que recuerdo con más ternura, es que con él aprendí a beber sorbos de luna. Las tomas consistían en beber en el cuenco de la mano agua del rio, justo en el lugar donde ella se reflejaba plenamente a la media noche. Mis ojos vieron con la perplejidad que produce una experiencia maravillosa, el abrir de la flor blanca –femenina- que vivía un solo día al año para sumergirse luego, dando paso al nacimiento de la flor roja- masculina- que igualmente vivía veinticuatro horas, durante las cuales pasaba lentamente del color rosa al púrpura encendido. Su máxima saturación de color se producía en el momento de hundirse en el lecho del rio. Su belleza me cautivó.

En ese lugar mágico, la contemplación era un ejercicio espiritual del que nadie quería sustraerse, excepto para prácticas como la que realizamos al anochecer durante nuestra estadía. En un gran pozo que formaba el rio, rodeado de árboles enormes y de una vegetación multiforme que se enredaba entre sí caprichosamente, celebramos el rito de los amantes de la leyenda. Yo me sumergía en el agua suavemente caminando hasta perder pie, luego flotaba. Me sostenía agarrada de una liana que colgaba del enorme lirio, no la debía soltar aunque estuviera flotando de cara al cielo. Así tenía que llegar hasta donde la luna se reflejara nítida y completamente. Allí bebía agua con luna y acariciaba el rostro de mi amor, reflejado en doble espejo de agua y luna. Flotando con los ojos cerrados me dejaba llevar por él hasta cerca de la flor. Entonces Tamarindo también tomaba luna y sorbos de mi cara y se alejaba nadando bajo el agua hasta quedar oculto por las sombras de los árboles. Cuando la luna perdía su forma y se convertía simplemente en luz esfumada, nos buscábamos, caminábamos tomados de la mano rumbo a nuestro resguardo provisional y permanecíamos abrazados en silencio hasta quedar dormidos.

A la séptima lunada decidimos que el ritual final sería nuestra boda. La celebramos cerca del más grande de los lotos, era magnífico; los demás también lo eran, pero indiscutiblemente ese era el mejor, el más grande, el más perfecto. Allí esperamos que llegara la florescencia antecesora de nuestras propias nupcias. Juntos acompañamos la gestación, nacimiento y muerte de la corona de flores. Nos despedimos de ellas en el instante en que el lecho cubierto de musgo que siempre está tendido bajo la planta, se abrió para cubrirlas amorosamente.

Así culminaba el ciclo que se reinaugura cada año cuando las noches de verano alcanzan la tibieza perfecta, el silencio, la calma de las aguas y el máximo esplendor de la luna en contacto con las vegetación selvática. Cuando llega el instante único de la conjugación de esos elementos, en medio de una armonía sagrada, brotan calladamente, primero la flor femenina blanca, olorosa a fruta y la flor masculina, cuyo rubor se enciende poquito a poco hasta el estallido escarlata que anuncia su inmersión sin retorno en el pozo.

La noche de la boda Tamarindo me cubrió con una túnica blanca bordada de flores y hojas tejidas por él mismo sin que yo me hubiera dado cuenta. La novia no debía ver el atuendo antes de la ceremonia, así lo indicaba el ritual. Por mi parte, le puse una corona adornada en forma similar. Mutuamente untamos nuestros cuerpos con aceites perfumados y caminamos hacia la orilla. Cada uno siguió una de las lianas colgantes que la planta deja a flote, rodeamos el gran lirio. Reclinada en él, tomé sorbos de luna y prometí a los amantes de la leyenda, que nosotros permaneceríamos juntos hasta la muerte. Tamarindo hizo la misma promesa. Fue años más tarde cuando las palabras que juramos esa noche ante el más bello de todos los irupés, adquirieron su verdadera dimensión. En una de sus expediciones Tamarindo se perdió en la manigua. Quizá un lecho húmedo y fangoso lo abrazó como a la flor escarlata. Como ella, no regresó jamás.

Para entonces la investigación sobre las propiedades del espléndido lirio había avanzado. Las dos flores juntas, sometidas al más riguroso procedimiento para extraer su esencia, se habían convertido en una medicina que actuaba sobre el alma de quienes padecen el agobiante dolor de perder un ser amado. Esta bebida les devuelve la serenidad y les permite guardar su recuerdo en la penumbra silenciosa y calma de la memoria. Así logran sobrevivir al abandono los amantes.

Idaly

(corregido abril 23 de 2012)


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