Cuento
El BaúlLeonardo Gutiérrez Berdejo
Cuando lo veo
sentado, casi inmóvil, en esa mecedora de madera color café, la misma en la que
siempre se acomodó para tratar alguna vez de referirme una
historia, me es difícil creer que él perdiera totalmente la memoria y
se le hayan borrado los recuerdos. Acomodado en ese viejo mecedor,
del que brotan agudos y zigzagueantes chirridos, parece contarse él mismo
misteriosas y lejanas vivencias nacidas de los laberintos
de su mente, y, aunque los recuerdos no afloran, éstos parecen flotar y
girar y girar, una y otra vez, a su alrededor. Se muestra, por lo común,
descansando con la mirada profunda, posándola aquí y allá; quizá cabalgando, con el
ocaso de cada tarde y de los años, por todos los sitios recorridos en su vida y
en otros recuerdos jamás conocidos. No me explico el porqué de su mirada fija sobre la puerta que da
hacia una de las calles del pueblo y permanece casi siempre abierta.
Es una de las
calles más concurridas, a menudo bulliciosa y polvorienta. Algo me dice
que es como si estuviera esperando a que alguien entre por esa desvencijada
puerta. Pero ese alguien no llega y tal vez no llegará jamás. Su
mirada se posa intrigante sobre un viejo baúl situado en un rincón de la amplia
sala
donde siempre está.
A veces
presiento que es a su esposa a quien espera, pero ella hace ya algún
tiempo que murió, y él, además, ya está desmemoriado por completo. A
veces él la llama repetida y lastimeramente, quizá para contarle lo
que siempre calló. Me da tristeza verlo así pero pronto me hundo en
otras cavilaciones alrededor de su fija mirada y sobre el viejo baúl
de madera, diseñado con incrustaciones en cuero y de aproximadamente un metro
de largo por setenta centímetros de ancho y cincuenta de alto. Me pregunto:
¿Por qué posa una y otra vez su mirada inquisitiva sobre ese misterioso baúl?
¿Qué secretos guarda? Muchas veces he querido abrirlo sin que él se dé
cuenta, pero una voz interior me lo impide.
Se muestra débil
y cansado por los años que lleva recorridos, pero hasta no hace mucho él
no era así. Había sido un hombre corpulento, tal vez de un metro con
ochenta y cinco centímetros, de piel tostada; así al menos lo
imagino cuando presumo haberlo conocido, siendo él joven
para entonces. Pero esto no puede ser cierto. En alguna oportunidad su
piel fue blanca; su mirada severa, abundantes sus cabellos y las
cejas pobladas, que en todo momento le daban un aire de persona preocupada por la
vida y por los demás. Así, al menos, lo pintó alguien en una ocasión. Muchos
en el pueblo lo buscaban para preguntarle sobre las cosas más
insospechadas, y nunca se supo que se le haya negado a alguien cuando de
ofrecer una respuesta o de servir a los demás se trataba.
Había aprendido
y realizado varios oficios y no sólo los aprendió y los
hizo para sobrevivir sino también por un afán desmedido por conocer las
explicaciones y los secretos que encierran las cosas o la vida.
Siempre usó herramientas manuales, casi
todas elaboradas por él mismo, y trabajaba sin descanso cuando así
lo requerían las circunstancias, desde la madrugada hasta bien entrada la noche,
alumbrándose tan solo con mechones elaborados con latas viejas o botellas
vacías que él mismo conseguía por ahí, andando, y que luego llenaba de
petróleo y a las que les introducía una mecha de algodón o de cualquier otra
fibra, cosa que al empaparse el trapo que había metido en la botella o en la
lata podía prender fácilmente con una cerilla. Hay señales que indican que fue
en esos tiempos cuando pudo haber hecho el baúl. Muchos afirman también
que él perdió la memoria el día en que se encendieron, muchos años
después, las primeras lámparas eléctricas en el pueblo, pero eso, estoy seguro,
no fue así. La mayoría de las personas cree que la explicación o las
respuestas a su aguda y permanente amnesia está en ese viejo baúl que nadie
puede abrir. Yo también así lo creo.
Todo ocurrió, se
dice, cuando conoció a esa mujer que él creyó era la de su vida y con la
cual se fugó una noche en la que el grupo Cumbialé, justo a las nueve de la
noche, iniciaba la primera tanda de canciones. Eso fue cuando los instrumentos
del grupo, dos tamboras, dos gaitas –una hembra y otra macho–, la guacharaca de
caña de corozo, la flauta de millo y el par de maracas, interpretados
magistralmente por el grupo, dejaron escuchar los diversos sones de la región.
Las tamboras parecían retumbar en todo el mundo con una armonía indescriptible,
y sus sones parecían colarse furtiva y agrestemente por entre las rendijas de las
puertas y las ventanas de las casas. Las gaitas, unas veces gemían, otras se
lamentaban, pero las más de las veces dejaban oír sus sones alegres y
bullangueros que reclamaban insistentes a las mujeres que movieran sus
apretadas caderas, que en esa noche, con lujuriosa furia, mejor lucían. Suku,
bonche, chandé, bullerengue, cumbia, eran los sones más bailados por
una veintena de parejas, entre las cuales estaba el abuelo con la novia del
inspector de policía. Sus manos recorrían, en medio del tumulto, las agraciadas
caderas de la mujer, que se movía armoniosamente y con garbo sin
límite, al tiempo que mostraba una ancha sonrisa que reflejaba la
satisfacción de tener en sus caderas las manos grandes del abuelo. Las
polleras, unas de lino y otras de popelina, se alzaban con cada voltereta que
las mujeres daban, dejando ver sus gruesos y morenos muslos hasta bien
arriba de las piernas, lo que causaba una grata exclamación entre los hombres. Ya
casi nadie recuerda algunos de estos detalles, aunque muchas veces creo
que es en ese baúl donde se encuentran todos los detalles que hoy nos
faltan para explicarnos la amnesia total del abuelo.
Fue en el
momento preciso en que se interpretaba una puya y el abuelo llevaba fuertemente
abrazada por la cintura a la pareja cuando la divisó. Ella, se dice,
aunque con poca certeza, estaba en medio de algunos de los asistentes que
rodeaban al grupo de bailadores. Cómo logró divisarla, nadie lo explica; pero lo
cierto fue que ocurrió: sus ojos se encontraron y no pudieron ya separarse por
un tiempo que parecía la eternidad. El abuelo dejó
bruscamente a la pareja y lo demás nadie, tampoco, ha podido explicarlo.
Lo último que se supo fue que el abuelo se dirigió con ella por el camino que
bordea un brazuelo que sale del río y que conduce directo al puente que divide
en dos la carretera, para perderse luego en las amplias ciénagas, allende
el
pueblo. Al día siguiente lo encontraron tirado a la orilla del brazuelo,
desnudo y con el cuerpo lleno de rasguños, como si una manada de gatos
bravos lo hubieran arañado. Quienes lo levantaron y lo llevaron a su casa dicen
que ya en ese momento no tenía la memoria en su cabeza. Desde entonces, no ha
habido manera de saber lo que ocurrió con esa misteriosa mujer ni lo que le hizo
al abuelo. Asimismo, nadie ha podido descifrar lo secretos bien guardados
en su menoscabada memoria. Muchos testimonios se han tejido,
y algunos hechos evidencian ciertas cosas pero es imposible recordarlos todos.
La respuesta parece estar en el baúl, pero nadie se atreve a acercarse al mismo,
y
ahora mucho menos, cuando el abuelo lo rueda hasta muy
cerca de la mecedora y lo coge para poner los pies encima
y así
descansar mejor. Sus callosos pies rozan suavemente cada uno de los bordes
alisados de la misteriosa caja, mientras con los dedos de las manos
acaricia, con movimientos temerosos, los brazos ennegrecidos de la mecedora, y
su mirada profunda se pasea cabalgando con el ocaso de cada tarde y de los años,
por la destartalada puerta que da a la calle como esperando que alguien llegue.
Y, quizá, no llegará jamás.
Taller de
Escritores Gabriel García Márquez
Bogotá, octubre
de 2008
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