domingo, 3 de febrero de 2013

El Baúl. Cuento


Cuento
El Baúl

Leonardo Gutiérrez Berdejo
 
Cuando lo veo sentado, casi inmóvil, en esa mecedora de madera color café, la misma en la que siempre se acomodó para tratar alguna vez de referirme una historia, me es difícil creer que él perdiera totalmente la memoria y se le hayan borrado los recuerdos. Acomodado en ese viejo mecedor, del que brotan agudos y zigzagueantes chirridos, parece contarse él mismo misteriosas y lejanas vivencias nacidas de los laberintos de su mente, y, aunque los recuerdos no afloran, éstos parecen flotar y girar y girar, una y otra vez, a su alrededor. Se muestra, por lo común, descansando con la mirada profunda, posándola aquí y allá; quizá cabalgando, con el ocaso de cada tarde y de los años, por todos los sitios recorridos en su vida y en otros recuerdos jamás conocidos. No me explico el porqué de su mirada fija sobre la puerta que da hacia una de las calles del pueblo y permanece casi siempre abierta.

Es una de las calles más concurridas, a menudo bulliciosa y polvorienta. Algo me dice que es como si estuviera esperando a que alguien entre por esa desvencijada puerta. Pero ese alguien no llega y tal vez no llegará jamás. Su mirada se posa intrigante sobre un viejo baúl situado en un rincón de la amplia sala donde siempre está.

A veces presiento que es a su esposa a quien espera, pero ella hace ya algún tiempo que murió, y él, además, ya está desmemoriado por completo. A veces él la llama repetida y lastimeramente, quizá para contarle lo que siempre calló. Me da tristeza verlo así pero pronto me hundo en otras cavilaciones alrededor de su fija mirada y sobre el viejo baúl de madera, diseñado con incrustaciones en cuero y de aproximadamente un metro de largo por setenta centímetros de ancho y cincuenta de alto. Me pregunto: ¿Por qué posa una y otra vez su mirada inquisitiva sobre ese misterioso baúl? ¿Qué secretos guarda? Muchas veces he querido abrirlo sin que él se dé cuenta, pero una voz interior me lo impide.

Se muestra débil y cansado por los años que lleva recorridos, pero hasta no hace mucho él no era así. Había sido un hombre corpulento, tal vez de un metro con ochenta y cinco centímetros, de piel tostada; así al menos lo imagino cuando presumo haberlo conocido, siendo él joven para entonces. Pero esto no puede ser cierto. En alguna oportunidad su piel fue blanca; su mirada severa, abundantes sus cabellos y las cejas pobladas, que en todo momento le daban un aire de persona preocupada por la vida y por los demás. Así, al menos, lo pintó alguien en una ocasión. Muchos en el pueblo lo buscaban para preguntarle sobre las cosas más insospechadas, y nunca se supo que se le haya negado a alguien cuando de ofrecer una respuesta o de servir a los demás se trataba.

Había aprendido y realizado varios oficios y no sólo los aprendió y los hizo para sobrevivir sino también por un afán desmedido por conocer las explicaciones y los secretos que encierran las cosas o la vida. Siempre usó herramientas manuales, casi todas elaboradas por él mismo, y trabajaba sin descanso cuando así lo requerían las circunstancias, desde la madrugada hasta bien entrada la noche, alumbrándose tan solo con mechones elaborados con latas viejas o botellas vacías que él mismo conseguía por ahí, andando, y que luego llenaba de petróleo y a las que les introducía una mecha de algodón o de cualquier otra fibra, cosa que al empaparse el trapo que había metido en la botella o en la lata podía prender fácilmente con una cerilla. Hay señales que indican que fue en esos tiempos cuando pudo haber hecho el baúl. Muchos afirman también que él perdió la memoria el día en que se encendieron, muchos años después, las primeras lámparas eléctricas en el pueblo, pero eso, estoy seguro, no fue así. La mayoría de las personas cree que la explicación o las respuestas a su aguda y permanente amnesia está en ese viejo baúl que nadie puede abrir. Yo también así lo creo.

Todo ocurrió, se dice, cuando conoció a esa mujer que él creyó era la de su vida y con la cual se fugó una noche en la que el grupo Cumbialé, justo a las nueve de la noche, iniciaba la primera tanda de canciones. Eso fue cuando los instrumentos del grupo, dos tamboras, dos gaitas –una hembra y otra macho–, la guacharaca de caña de corozo, la flauta de millo y el par de maracas, interpretados magistralmente por el grupo, dejaron escuchar los diversos sones de la región. Las tamboras parecían retumbar en todo el mundo con una armonía indescriptible, y sus sones parecían colarse furtiva y agrestemente por entre las rendijas de las puertas y las ventanas de las casas. Las gaitas, unas veces gemían, otras se lamentaban, pero las más de las veces dejaban oír sus sones alegres y bullangueros que reclamaban insistentes a las mujeres que movieran sus apretadas caderas, que en esa noche, con lujuriosa furia, mejor lucían. Suku, bonche, chandé, bullerengue, cumbia, eran los sones más bailados por una veintena de parejas, entre las cuales estaba el abuelo con la novia del inspector de policía. Sus manos recorrían, en medio del tumulto, las agraciadas caderas de la mujer, que se movía armoniosamente y con garbo sin límite, al tiempo que mostraba una ancha sonrisa que reflejaba la satisfacción de tener en sus caderas las manos grandes del abuelo. Las polleras, unas de lino y otras de popelina, se alzaban con cada voltereta que las mujeres daban, dejando ver sus gruesos y morenos muslos hasta bien arriba de las piernas, lo que causaba una grata exclamación entre los hombres. Ya casi nadie recuerda algunos de estos detalles, aunque muchas veces creo que es en ese baúl donde se encuentran todos los detalles que hoy nos faltan para explicarnos la amnesia total del abuelo.

Fue en el momento preciso en que se interpretaba una puya y el abuelo llevaba fuertemente abrazada por la cintura a la pareja cuando la divisó. Ella, se dice, aunque con poca certeza, estaba en medio de algunos de los asistentes que rodeaban al grupo de bailadores. Cómo logró divisarla, nadie lo explica; pero lo cierto fue que ocurrió: sus ojos se encontraron y no pudieron ya separarse por un tiempo que parecía la eternidad. El abuelo dejó bruscamente a la pareja y lo demás nadie, tampoco, ha podido explicarlo. Lo último que se supo fue que el abuelo se dirigió con ella por el camino que bordea un brazuelo que sale del río y que conduce directo al puente que divide en dos la carretera, para perderse luego en las amplias ciénagas, allende el pueblo. Al día siguiente lo encontraron tirado a la orilla del brazuelo, desnudo y con el cuerpo lleno de rasguños, como si una manada de gatos bravos lo hubieran arañado. Quienes lo levantaron y lo llevaron a su casa dicen que ya en ese momento no tenía la memoria en su cabeza. Desde entonces, no ha habido manera de saber lo que ocurrió con esa misteriosa mujer ni lo que le hizo al abuelo. Asimismo, nadie ha podido descifrar lo secretos bien guardados en su menoscabada memoria. Muchos testimonios se han tejido, y algunos hechos evidencian ciertas cosas pero es imposible recordarlos todos. La respuesta parece estar en el baúl, pero nadie se atreve a acercarse al mismo, y ahora mucho menos, cuando el abuelo lo rueda hasta muy cerca de la mecedora y lo coge para poner los pies encima y así descansar mejor. Sus callosos pies rozan suavemente cada uno de los bordes alisados de la misteriosa caja, mientras con los dedos de las manos acaricia, con movimientos temerosos, los brazos ennegrecidos de la mecedora, y su mirada profunda se pasea cabalgando con el ocaso de cada tarde y de los años, por la destartalada puerta que da a la calle como esperando que alguien llegue. Y, quizá, no llegará jamás.

Taller de Escritores Gabriel García Márquez

Bogotá, octubre de 2008

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