domingo, 3 de febrero de 2013


Cuento
 
La Casa

 
Leonardo Gutiérrez Berdejo *

 
La lluvia incesante de la tarde me hace caer en cuenta que es abril. Sin paraguas como estoy, entro con rapidez a mi casa, porque he oído decir que la lluvia que cae en estos tiempos es ácida y no quiero mojarme. A lo mejor es cierto y, cómo no se en qué consiste eso, de todos modos, la evito. Encuentro tiradas sobre el piso varias cartas y una hoja de papel con algunas líneas manuscritas. Levanto la hoja a medio escribir y la pongo sobre el escritorio. Después de varios días de un voluntario encerramiento, observo como las lluvias comienzan a azotar los techos polvorientos de las casas vecinas a las que yo, desde mi ventana, miro con inusitada atención, aún cuando me encuentro ensimismado en viejos recuerdos. El agua que cae no es limpia, no es como la de esos muchos años, me digo. Va a ser cierto esa puta vaina de la lluvia ácida.  

 
La lectura de la carta me lleva a olvidarme de la lluvia ácida y ahora me encuentro con que ya he escrito diez o doce líneas más y quiero continuar, no quiero detenerme: …lo primero que quiero hacerte saber es que tu hermano, nos ha comentado a tu madre y a mí, un asunto que te viene inquietando y que merece toda la atención. Me refiero a la visa que el gobierno de ese país que has escogido te ha negado. Se, lo importante que es para ti tal asunto; tampoco, de ese asunto de visas, estoy enterado; pero, aunque nada sepa de tal asunto, quiero decirte que mientras eso no dependa de ti, no tienes porque preocuparte. Si el gobierno te la ha negado, puede ser una oportunidad única y valiosa para que vuelvas al pueblo que te vio nacer. Miro el ancho corredor que conduce del patio a la sala y aún veo los libros y los viejos juguetes regados por el suelo como si acabaras de entrar a la casa de regreso del colegio. Tu maletín de cuero curtido, que tanto te acompañó al colegio y a la universidad, yace colgado del clavo grande que está en el madero grueso que sostiene el techo del corredor. No se cuantos años tiene ese techo ya. Ah! maderas estas que salían de esos viejos árboles que retaban el tiempo y amenazaba con hurgar el cielo límpido de todas las mañanas, tardes y noches, decía tu abuelo, dándole sonoros golpecitos con los nudillos de la mano derecha al grueso madero que estaba al alcance de la mano, si el brazo se estiraba hacia arriba. No importa la época que fuera del año, el cielo siempre estaba despejado y los árboles parecía que alguien hubiese pintado de verde las hojas para siempre. Decía tu abuelo y, lo repetía sin cesar: ¡si que dan ganas de respirar con este cielo así! Hinchaba luego el pecho como si hubiese aspirado todo el aire del pueblo y, tú soltabas, entonces, las carcajadas de niño que quedaron flotando para siempre en la casa y, aún hoy, después de muchos años, parecen todavía flotar en el ambiento, alegrando nuestras charlas mañaneras y verpertinas. Y aunque las carcajadas están ahí acompañando, faltas tú. No es lo mismo.

 
Tu cuarto sigue igual. Tu madre, todos los días lo limpia y, veces, lo desordena intencional y concientemente  para creer que aún sigues ahí. Riendo y gritando como siempre, me digo a veces, pero tus gritos no nos fastidiaron nunca, ni a tu madre ni a mí. Tampoco nos causaron malestar alguno. No eran, ni son hoy tampoco, como esos ruidos estrepitosos de los potentes “picots” que iban amarrados con cabuyas en la parte trasera de los lujosos camperos, con placas camufladas o distintas cada vez que pasaban infaltables por las noches de cada viernes y de cada sábado, acompañando las caravanas de caballo de paso fino  de esos paisas que llegaron, yo no se donde, ni de qué tierras, pero que aparecieron un día en el pueblo y, aunque algunos de ellos se iban, otros venían y así nadie nunca podía reconocer a alguien.  Esos que se iban y, aún los que se quedaban, era como si la tierra se los tragara en los otros días pero, los viernes y los sábados en la noche sagradamente,  recorrían, con las recientes y escasas luces de neón, recuerdas, estrechas y largas calles, llenas de tierra, del pueblo en las que tú jugaste y creciste. Ellos aparecían de la nada pero, sí que sabían cómo montar a caballos, recuerdas? En perfecta alineación, cuál ejecitos bien entrenados llevaban sobre sus cabezas enormes sombreros de paja que les tapaba casi media cara y en el cinto, largos revólveres que les colgaban hasta las rodillas, alborotaban la vida, hasta entonces tranquila, del pueblo. Con licencia, decía la policía pero, esto nadie lo podía ni lo quería comprobar. Con los jinetes, en la misma silla, iban también hermosas mujeres, todas ellas modelos llegadas de las más alejadas partes del país pero, especialmente, de la capital del país. Muy escasamente ataviadas, algunas iban en las ancas de los caballos y abrazaban a los jinetes por la cintura. Las que iban en la silla, se mostraban luciendo sus anchos escotes de sus blusas que dejaban ver sus grandes tetas doradas por el sol de las piscinas. Algunas de ellas ó, quizás todas, eran desconocidas, para la gente del pueblo, pero muchas personas creían reconocerlas porque, al parecer, las habían visto, quizás alguna vez, en la portada de una las más famosas revistas de política que llegaba al pueblo. Yo no puedo asegurar nada, porque casi siempre los carros apenas se acercaban con su ensordecedor ruido, tu madre, la misma que te parió y te desordena el cuarto para hacerse creer que tú estás ahí,  nos metía a empellones para dentro de la casa. Tú te tirabas, entonces, a llorar en el suelo frío de la casa pero tu madre era inflexible en esto, desde aquella vez que una de estas mujeres te alzó, para llevarte con ella a pasear en el caballo. En esa ocasión tu madre, cuando se dio cuenta, salió de la casa corriendo detrás del caballo gritando como una loca para que te bajaran, hasta que lo logró. Dijo, entonces, que eso bastaba para que tú quedaras para siempre impregnado del estigma satánico de las putas y de la maligna influencia que rodea a esas mujeres. Contaminan el ambiente, gritaba algunas veces pero, tú no entendías nada de lo que ella decía. Cuando te bajaron del caballo, tu serena cara lucía una sonrisa de satisfacción que nunca podré olvidar. Yo me pregunté entonces que por qué carajos no me alzó a mí.   

Tus libros siguen ahí en el estante que construiste con algunos de tus amigos. Que borrachera esa que se pegaron cuando la terminaron y permanecieron viéndola y analizándola casi toda la noche para contarles uno a uno todos los defectos que le dejaron. Pero ahí está, pintada con el mismo color y con tus libros y tus medallas que te ganaste en las diferentes competencias en las que participaste. A veces tengo ganas de esconderlas porque cada vez que las veo te veo volando, no corriendo, en esa ocasión en la que participaste en esos cien metros vallas y dejaste a todos tirados atrás. !Que carrera esa! 

Ocasionalmente bajo a la finca. Me resisto a ir seguido porque cada vez que bajo, tu recuerdo me asalta en cada paso que doy por ella. Cuantos proyectos se vinieron abajo. Recuerdas que habíamos proyectado alguna vez hacer de este pedazo de tierra un pequeño paraíso: sembrar muchos árboles y traer animales de todas las especies para que hicieran toda la bulla del mundo para que apagaran los ruidos infernales de las cuatro por cuatro que cruzan la carretera. El arroyo que atraviesa la finca sigue moribundo y triste como yo y como tu madre. Permanece una parte del seco porque los terratenientes de más arriba lo taponaron para quedarse con toda el agua. Hoy, escasamente tiene agua pero la poca que pasa es aún suficiente para nosotros y para los animales  y para que refresque el ambiente. Yo me cansé de joder ante la alcaldía porque ese “hijuepta” del  alcalde se la pasa tomando whisky  todos los días con otros políticos del pueblo pensando en la  reelección del presidente, que ya va para la cuarta vez. Miro la sala y te veo departiendo con tus amigos y oyendo esa música de Rolando Laserie y Nelson Pinedo que aprendiste a escuchar desde cuando eras niño. No me importa que varias veces partieran los vasos y derramaran el trago en el piso, a mí me importaba más tu risa y los chistes aquellos que recordaban del profesor aquel que se creía el mejor del mundo y hasta les oí decir en una ocasión que él se creía mejor que un tal Albert Einsten, un sabio que había vivido por allá en Europa y había descubierto no se que vainas sobre la relatividad y el espacio. No te imaginas lo mucho que yo gozaba con esos chistes. Cómo nos haces falta, hijo. Yo creo que nos haces falta más a nosotros que al propio país al que le estás sirviendo y que te está negando la visa. He sabido que la contaminación en ese país es elevada porque el gobierno se niega a creer que exista tal problema y no ha firmado ningún compromiso en tal sentido para remediar la situación. Recuerda que a ti te hace daño el humo de los carros y un ambiente muy contaminado, desde aquella vez en que te ordenaron una cirugía en las vías respiratorias por una infección como consecuencia de la contaminación en la ciudad en la que estudiaste y del vicio del cigarrillo.   Eso fue cuando, ese amigo tuyo con el que trabajaste, te prendió el vicio y tú sabías que se fumaba entre tres o cuatro paquetes de cigarrillos al día, decía él que por la ansiedad de sus menesteres diarios, pero, todo sabían que también era por la preocupación que lo embargaba por lo que venía sucediendo con su mujer, una hermosa mujer extranjera que permanecía aburrida por las ausencias múltiples a otras partes del mundo.

Yo se que con tu regreso, la casa renacerá, nuevamente tendrá el color radiante que tuvo cuando tu eras niño, los pasillos se alegrarán de nuevo y el jardín florecerá como siempre lo hacía cada año. Todos tus amigos vendrán otra vez a visitarte y, de nuevo, la  casa se llenará de gente que te conoce y te quiere. Yo se que todo cambiará pero, no, no creo que esto sea posible. Tu debes seguir el camino que te has trazado y la casa tendrá, tiene que tener que el mismo destino de todas las casas cuando los abuelos y los padres. Ellas también, como los hombres mueren. 

 

 ·        Economista. Profesor Universitario

·        Miembro del Taller Gabriel García Márquez.

2 comentarios:

  1. Parece una historia sencilla, de una tarde y un papel bajo la lluvia, de un recuerdo que viene tras de otro, pero en la historia, la que está detrás de la historia, se levanta vivo un poco de lo que el país ha sido, de esas anécdotas que muchos tenemos de cuando el país era apenas un muchacho y ya los vicios lo corroían. Tras de la historia del hijo que quiere ser más allá de las fronteras (inventadas por los hombres) esta la historia de los que nos quedamos. Buen cuento Leonardo

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  2. Ay, Leonardo, qué profundo este escrito. Va develando poco a poco la tragedia de nuestra gente en una forma tan poética y con esas descripciones tan precisas que uno logra sentirse ahí dentro de ese cuarto rodeado de esos recuerdos.
    Voy entendiendo poco a poco este camino que me quieres mostrar. Gracias.

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