Leonardo
Gutiérrez Berdejo *
La lluvia incesante
de la tarde me hace caer en cuenta que es abril. Sin paraguas como estoy, entro
con rapidez a mi casa, porque he oído decir que la lluvia que cae en estos
tiempos es ácida y no quiero mojarme. A lo mejor es cierto y, cómo no se en qué
consiste eso, de todos modos, la evito. Encuentro tiradas sobre el piso varias
cartas y una hoja de papel con algunas líneas manuscritas. Levanto la hoja a
medio escribir y la pongo sobre el escritorio. Después de varios días de un
voluntario encerramiento, observo como las lluvias comienzan a azotar los
techos polvorientos de las casas vecinas a las que yo, desde mi ventana, miro
con inusitada atención, aún cuando me encuentro ensimismado en viejos
recuerdos. El agua que cae no es limpia, no es como la de esos muchos años, me
digo. Va a ser cierto esa puta vaina de la lluvia ácida.
La lectura de la
carta me lleva a olvidarme de la lluvia ácida y ahora me encuentro con que ya
he escrito diez o doce líneas más y quiero continuar, no quiero detenerme: …lo primero
que quiero hacerte saber es que tu hermano, nos ha comentado a tu madre y a mí,
un asunto que te viene inquietando y que merece toda la atención. Me refiero a
la visa que el gobierno de ese país que has escogido te ha negado. Se, lo
importante que es para ti tal asunto; tampoco, de ese asunto de visas, estoy
enterado; pero, aunque nada sepa de tal asunto, quiero decirte que mientras eso
no dependa de ti, no tienes porque preocuparte. Si el gobierno te la ha negado,
puede ser una oportunidad única y valiosa para que vuelvas al pueblo que te vio
nacer. Miro el ancho corredor que conduce del patio a la sala y aún veo los
libros y los viejos juguetes regados por el suelo como si acabaras de entrar a
la casa de regreso del colegio. Tu maletín de cuero curtido, que tanto te
acompañó al colegio y a la universidad, yace colgado del clavo grande que está
en el madero grueso que sostiene el techo del corredor. No se cuantos años
tiene ese techo ya. Ah! maderas estas que salían de esos viejos árboles que
retaban el tiempo y amenazaba con hurgar el cielo límpido de todas las mañanas,
tardes y noches, decía tu abuelo, dándole sonoros golpecitos con los nudillos
de la mano derecha al grueso madero que estaba al alcance de la mano, si el
brazo se estiraba hacia arriba. No importa la época que fuera del año, el cielo
siempre estaba despejado y los árboles parecía que alguien hubiese pintado de
verde las hojas para siempre. Decía tu abuelo y, lo repetía sin cesar: ¡si que
dan ganas de respirar con este cielo así! Hinchaba luego el pecho como si
hubiese aspirado todo el aire del pueblo y, tú soltabas, entonces, las
carcajadas de niño que quedaron flotando para siempre en la casa y, aún hoy,
después de muchos años, parecen todavía flotar en el ambiento, alegrando
nuestras charlas mañaneras y verpertinas. Y aunque las carcajadas están ahí
acompañando, faltas tú. No es lo mismo.
Tu cuarto sigue igual. Tu madre, todos los días
lo limpia y, veces, lo desordena intencional y concientemente para creer que aún sigues ahí. Riendo y
gritando como siempre, me digo a veces, pero tus gritos no nos fastidiaron
nunca, ni a tu madre ni a mí. Tampoco nos causaron malestar alguno. No eran, ni
son hoy tampoco, como esos ruidos estrepitosos de los potentes “picots” que
iban amarrados con cabuyas en la parte trasera de los lujosos camperos, con
placas camufladas o distintas cada vez que pasaban infaltables por las noches
de cada viernes y de cada sábado, acompañando las caravanas de caballo de paso
fino de esos paisas que llegaron, yo no
se donde, ni de qué tierras, pero que aparecieron un día en el pueblo y, aunque
algunos de ellos se iban, otros venían y así nadie nunca podía reconocer a alguien. Esos que se iban y, aún los que se quedaban,
era como si la tierra se los tragara en los otros días pero, los viernes y los
sábados en la noche sagradamente, recorrían,
con las recientes y escasas luces de neón, recuerdas, estrechas y largas calles,
llenas de tierra, del pueblo en las que tú jugaste y creciste. Ellos aparecían
de la nada pero, sí que sabían cómo montar a caballos, recuerdas? En perfecta
alineación, cuál ejecitos bien entrenados llevaban sobre sus cabezas enormes sombreros
de paja que les tapaba casi media cara y en el cinto, largos revólveres que les
colgaban hasta las rodillas, alborotaban la vida, hasta entonces tranquila, del
pueblo. Con licencia, decía la policía pero, esto nadie lo podía ni lo quería comprobar.
Con los jinetes, en la misma silla, iban también hermosas mujeres, todas ellas
modelos llegadas de las más alejadas partes del país pero, especialmente, de la
capital del país. Muy escasamente ataviadas, algunas iban en las ancas de los
caballos y abrazaban a los jinetes por la cintura. Las que iban en la silla, se
mostraban luciendo sus anchos escotes de sus blusas que dejaban ver sus grandes
tetas doradas por el sol de las piscinas. Algunas de ellas ó, quizás todas, eran
desconocidas, para la gente del pueblo, pero muchas personas creían
reconocerlas porque, al parecer, las habían visto, quizás alguna vez, en la
portada de una las más famosas revistas de política que llegaba al pueblo. Yo
no puedo asegurar nada, porque casi siempre los carros apenas se acercaban con
su ensordecedor ruido, tu madre, la misma que te parió y te desordena el cuarto
para hacerse creer que tú estás ahí, nos
metía a empellones para dentro de la casa. Tú te tirabas, entonces, a llorar en
el suelo frío de la casa pero tu madre era inflexible en esto, desde aquella
vez que una de estas mujeres te alzó, para llevarte con ella a pasear en el
caballo. En esa ocasión tu madre, cuando se dio cuenta, salió de la casa
corriendo detrás del caballo gritando como una loca para que te bajaran, hasta
que lo logró. Dijo, entonces, que eso bastaba para que tú quedaras para siempre
impregnado del estigma satánico de las putas y de la maligna influencia que
rodea a esas mujeres. Contaminan el ambiente, gritaba algunas veces pero, tú no
entendías nada de lo que ella decía. Cuando te bajaron del caballo, tu serena
cara lucía una sonrisa de satisfacción que nunca podré olvidar. Yo me pregunté
entonces que por qué carajos no me alzó a mí.
Tus libros siguen ahí en el estante que
construiste con algunos de tus amigos. Que borrachera esa que se pegaron cuando
la terminaron y permanecieron viéndola y analizándola casi toda la noche para
contarles uno a uno todos los defectos que le dejaron. Pero ahí está, pintada
con el mismo color y con tus libros y tus medallas que te ganaste en las
diferentes competencias en las que participaste. A veces tengo ganas de
esconderlas porque cada vez que las veo te veo volando, no corriendo, en esa
ocasión en la que participaste en esos cien metros vallas y dejaste a todos
tirados atrás. !Que carrera esa!
Ocasionalmente bajo a la finca. Me resisto a ir
seguido porque cada vez que bajo, tu recuerdo me asalta en cada paso que doy
por ella. Cuantos proyectos se vinieron abajo. Recuerdas que habíamos
proyectado alguna vez hacer de este pedazo de tierra un pequeño paraíso:
sembrar muchos árboles y traer animales de todas las especies para que hicieran
toda la bulla del mundo para que apagaran los ruidos infernales de las cuatro
por cuatro que cruzan la carretera. El arroyo que atraviesa la finca sigue
moribundo y triste como yo y como tu madre. Permanece una parte del seco porque
los terratenientes de más arriba lo taponaron para quedarse con toda el agua.
Hoy, escasamente tiene agua pero la poca que pasa es aún suficiente para
nosotros y para los animales y para que
refresque el ambiente. Yo me cansé de joder ante la alcaldía porque ese
“hijuepta” del alcalde se la pasa
tomando whisky todos los días con otros
políticos del pueblo pensando en la
reelección del presidente, que ya va para la cuarta vez. Miro la sala y
te veo departiendo con tus amigos y oyendo esa música de Rolando Laserie y Nelson
Pinedo que aprendiste a escuchar desde cuando eras niño. No me importa que
varias veces partieran los vasos y derramaran el trago en el piso, a mí me
importaba más tu risa y los chistes aquellos que recordaban del profesor aquel
que se creía el mejor del mundo y hasta les oí decir en una ocasión que él se
creía mejor que un tal Albert Einsten, un sabio que había vivido por allá en
Europa y había descubierto no se que vainas sobre la relatividad y el espacio.
No te imaginas lo mucho que yo gozaba con esos chistes. Cómo nos haces falta,
hijo. Yo creo que nos haces falta más a nosotros que al propio país al que le
estás sirviendo y que te está negando la visa. He sabido que la contaminación
en ese país es elevada porque el gobierno se niega a creer que exista tal
problema y no ha firmado ningún compromiso en tal sentido para remediar la
situación. Recuerda que a ti te hace daño el humo de los carros y un ambiente
muy contaminado, desde aquella vez en que te ordenaron una cirugía en las vías
respiratorias por una infección como consecuencia de la contaminación en la
ciudad en la que estudiaste y del vicio del cigarrillo. Eso fue cuando, ese amigo tuyo con el que
trabajaste, te prendió el vicio y tú sabías que se fumaba entre tres o cuatro
paquetes de cigarrillos al día, decía él que por la ansiedad de sus menesteres
diarios, pero, todo sabían que también era por la preocupación que lo embargaba
por lo que venía sucediendo con su mujer, una hermosa mujer extranjera que
permanecía aburrida por las ausencias múltiples a otras partes del mundo.
Yo se que con tu regreso, la casa renacerá,
nuevamente tendrá el color radiante que tuvo cuando tu eras niño, los pasillos
se alegrarán de nuevo y el jardín florecerá como siempre lo hacía cada año.
Todos tus amigos vendrán otra vez a visitarte y, de nuevo, la casa se llenará de gente que te conoce y te
quiere. Yo se que todo cambiará pero, no, no creo que esto sea posible. Tu
debes seguir el camino que te has trazado y la casa tendrá, tiene que tener que
el mismo destino de todas las casas cuando los abuelos y los padres. Ellas
también, como los hombres mueren.
·
Miembro del Taller Gabriel García Márquez.
Parece una historia sencilla, de una tarde y un papel bajo la lluvia, de un recuerdo que viene tras de otro, pero en la historia, la que está detrás de la historia, se levanta vivo un poco de lo que el país ha sido, de esas anécdotas que muchos tenemos de cuando el país era apenas un muchacho y ya los vicios lo corroían. Tras de la historia del hijo que quiere ser más allá de las fronteras (inventadas por los hombres) esta la historia de los que nos quedamos. Buen cuento Leonardo
ResponderEliminarAy, Leonardo, qué profundo este escrito. Va develando poco a poco la tragedia de nuestra gente en una forma tan poética y con esas descripciones tan precisas que uno logra sentirse ahí dentro de ese cuarto rodeado de esos recuerdos.
ResponderEliminarVoy entendiendo poco a poco este camino que me quieres mostrar. Gracias.