domingo, 3 de febrero de 2013

El último sol. Cuento


Cuento

 El último sol

Leonardo Gutiérrez Berdejo

 Con un poco más de sesenta años vividos y con una delirante obsesión por el tiempo que lo ha acompañado toda su vida, llegar hasta El Parque, a un poco menos de medio kilómetro desde donde está, es una actividad difícil para él. Con agobiante frecuencia se ve sacudido, en cualquier lugar y cuando menos lo espera, por el pánico que le causa la continua desconfiguración y la reconfiguración del espacio que le rodea. Los últimos años los ha pasado inmerso en un estado de ataxia sin control, dando bandazos de un lugar a otro, zarandeando de norte a sur, de arriba abajo, de aquí para allá, y, como si fuera poco, lanzado como una leve brizna a un insondable abismo que no parece tener fin. Es en ese preciso momento en el que la visión se le nubla, las fuerzas lo abandonan y la voluntad se le quiebra por completo para dar paso a un eterno y despiadado caer en un vacío en el que la nada lo es todo. Es sábado por la tarde y decide hacer el recorrido como ya lo ha hecho muchas veces: contando sus pasos lerdos. Desde hace algún tiempo no hace este ejercicio. La distancia es corta y el deseo de dejarse envolver por el sol del atardecer de la ciudad, como su angustia, es grande. Toma la calle que cree que mejor lo lleva al centro de la ciudad para luego doblar hacia la izquierda y dirigirse en línea recta hasta El Parque, su destino final. Ha visitado este lugar desde niño sólo para ver el atardecer. Es de las pocas cosas en la que ha sido constante. La calle que toma no es la más importante pero es la más larga, la atraviesa de lado a lado, y en la parte central se atiborra de gente hasta el punto de que se convierte en la más concurrida. Está llena de almacenes de ropa, de cafeterías, de bancos y de restaurantes. Hace muchos años, en ella se frustró, según algunos, la esperanza de millones de personas y se allanó el camino a lo que fue la más cruenta persecución contra los opositores del régimen tripartito de conservadores, Iglesia y militares. Caminar por ese lugar los sábados en las horas de la tarde se dificulta mucho por la multitud que allí concurre.

Decide pasar al costado oriental en la idea de recibir con mayor fuerza los rayos del sol y queda absorto, pese a sus ya limitados sentidos, por la imagen corpuscular irisada que se forma por millones de haces luminosos emitidos con inimaginable velocidad que se desatan en diversas formas y figuras, y se reflejan en las paredes de las casas, en los umbrales de los edificios, en andenes, árboles y sobre el asfalto de las calles, en movimientos unas veces sofocantes y otras veces lujuriosos, que revolotean con el aire seco que inunda el ambiente.

Son las cinco de la tarde y la calle está como nunca, atestada de gentes; el gentío es mayor a esta hora y colma por completo el espacio. Los roces y los empujones entre las personas son frecuentes, al igual que el cruce de miradas perdidas de las que uno nunca sabe si son amistosas o no –difícil interpretarlo.  Cada mirada se esconde, maliciosa o descaradamente, detrás de una máscara impenetrable creada con sorprendente habilidad por cada uno para esconder o poner a la vista los secretos más ocultos que lo agobian o que lo adornan, según el parecer de cada quien.

Aun en los momentos más reflexivos, casi nunca saca tiempo para preguntarse o responderse de dónde viene y para dónde va esa masa de seres que se mueve de un lado a otro, sin un propósito ni meta aparente. Pasa por el Museo de Historia Nacional y mira la hilera de carros, todos último modelo, parqueados al frente del viejo edificio que recoge la historia del país.

 La historia del país, custodiada por las transnacionales de la industria automotriz, se le oye decir, y suelta una leve carcajada para sus adentros, pero continúa su camino y trata de evitar problemas con los guardaespaldas. Teme que le hayan oído. Son “perros de caza”. Olfatean todo. Están bien armados. Observan y anotan con religioso cuidado cada detalle de cada uno de los seres que por allí se mueven –piensa para sus adentros. Sospechan de todo y de todos. Nada escapa a sus figuradas creencias de las que siempre están bien acompañados. Vigilan, oyen e informan a los superiores todo lo que ven, olfatean u oyen, como buenos perros de caza que son. La ciudad está asediada por ellos, la masa está controlada. Desde ese nefasto día en que se eligió como presidente al “señor de todas las tierras”, cada individuo es una ficha debidamente organizada en un cedulario. La identificación contiene datos de importancia para asegurar obediencias. La fidelidad –así, a secas– es fundamental; no debe haber obstáculos. Por seguridad, los lobos siempre serán lobos. Los corderos tampoco dejarán de serlo. La ciudad y yo, la ciudad o yo.

Después de quince minutos, llega –¡vaya proeza!– a la parte de la ciudad que divide el sector norte del sur, y duda entre dirigirse hacia el oriente para bordear el cerro que la rodea o continuar sin desviarse con el plan original que se ha trazado para llegar a El Parque. El sol parece escabullirse entre los edificios, teje sombras y claros pero la tarde continúa con su brillante envoltura. Es débil pero ilumina aún; da la sensación de seguirles los pasos a los millones de haces luminosos. Busca un pensamiento, una idea mejor para mejor entretenerse cuando se ve sacudido con brutal fuerza. -¡Llegó! grita en su interior y se bambolea de un lado a otro como un maniquí de trapo cuya cabeza pende sólo de un hilo: está sin control; busca prenderse a algo para no caer, pero ese algo es esquivo o no existe. No puede sostenerse en pie.

Es inútil, está presente. Un nuevo rayo –y ya es el segundo– sacude sin piedad el interior de mi cabeza, se sofoca… se oprime, parece estallar, siento mi cuerpo tambalearse. Con la escasa picardía que me queda, rasgo con mis uñas un aviso pegado a un poste que se atraviesa a mi paso, simulo estar en un trance desesperado de angustia, dolor y rabia a la vez, y me aferro al frío metal como a un amigo. Recuerdo la última vez que la vi… y creo que fue un error dejar que se fuera... con la escasa fuerza que me queda creo que puedo agarrarme a ese poste. Será mi amigo. Estoy solo. Todo puede pasarme. Un sueño profundo se apodera de mí pero alcanzo a observar que la tarde es diáfana, alegre y juguetona. –¿Por qué también será triste?, me pregunto.

Con una bien elaborada hipocresía teatral, descubre detalles nuevos en la vieja calle por la que deambulan miles y miles de personas sin rumbo fijo, cavila un segundo con cierta altisonancia íntima acerca de que la gente no sabe caminar y mucho menos sabe observar.

Mi arrogancia… me da risa, de la que presumía cuando apenas tenía quince años, se ahoga en el vacío y sucumbe con movimientos torpes de maniquí de trapo; todos pasan por encima de todo sin importarles nada. ¿Quién, acaso, se ha detenido a mirar los millones de diminutos rayos de sol formado por millones de corpúsculos que se cuelan por entre las gentes, los callejones y las horribles casas? Forman figuras curiosas y extrañas, como nadie nunca las ha hecho. Son libres de andar y de colarse, pero no dejan de ser anómicos. Yo no lo soy. ¿En qué tiempo estoy: ayer, mañana? ¿Que es el ahora? Si no tengo espacio ni tiempo en el que moverme, ¿de qué libertad se habla? ¿Qué es la libertad? Un número cualquiera: 34678, 9870, 375091. ¿Será cierta la teoría de la cuerda? Unas veces se aferran como alimañas a tu cara, tu ropa y tus zapatos. Te persiguen, te acosan. –¡Maldito, apártate de mí! ¡Mantente en pie!, ¡no desmayes!, ¡no caigas! ¿Dónde está ahora ese norte que guía mis pasos? Se me escapa una y otra vez, es muy escurridizo. Siento tamborilear mis oídos; ruido intenso, acuciante, desesperante. Voces, muchas voces y sonidos; no ritmo. Silencio, no hay silencio. Calle, no me abandones a estos lobos. ¿Y si caigo, alguien me ayudará a levantar o, por el contrario, me ignorarán, me pisotearán?

 No sabe cuánto tiempo ha pasado y trata de dar algunos pasos, pero las piernas están fuera de control.

¿Alguna vez lo han tenido? Luces confusas de muchos colores vislumbro en las paredes. Gente estupefacta mirándome. Se apartan de mí, se alejan. Náuseas… siento náuseas.

Se arma de valor y, con la escasa y bien oculta energía que le resta, avanza en medio de la mayor dificultad para atravesar una calle ancha, repleta de vehículos. Alguien le pregunta: -¿Le ayudo, señor? Rechaza la ayuda, siente temor a ser tocado…

Ellos no ven el sol, nunca han contemplado la primavera ni el otoño, pero sí miran mi zigzagueante caminar.

–¡Una limosna, por favor! Escucha una voz lejana decirle a su lado y siente de nuevo temor. Todo le resuena en el oído.

–Le hago de todo, señor, de todo, le susurra una joven al oído. No la mira, ni siquiera voltea a verla. No puede, la cabeza le da vueltas como a un muñeco.

¡Tanta mierda económica! –grita. Algunos voltean a verle. La imponencia del gran banco le asusta, la somnolencia le persigue y el ruido intenso le desespera. Trastrabilla pero no cae, Alguien, con cierta generosidad, le sostiene. Aparta su brazo de él. Sigue sin capacidad de coordinar sus movimientos. Los corpúsculos juegan a su alrededor. Ignora el tiempo que ha transcurrido pero todavía es clara la tarde.

Alcanzo a llegar, dice casi en voz alta. La tarde se resiste a morir en medio del gentío y se desborda con impecable precisión sobre el asfalto. Por fin, llega a El Parque y se acomoda en el único banco desocupado que encuentra. No sabe cómo lo ha logrado.

–¿Necesita algo, señor?, le pregunta alguien, y agrega: –Puedo ofrecerle algún escape. Lo duda. El sol ha logrado sobrevivir y él, con la mirada perdida, lo mira colarse por entre la maraña de edificios. Un pequeño lago de luz aparece y lo ilumina. No está solo; se siente acompañado. Las baldosas resplandecen y la pintura de las casas se muestra agreste. Lucha contra la oscuridad. Cree haber visto pasar velozmente una larga mancha roja, al tiempo que una bandada de palomas, cabezas blancas, revolotean altaneras a su alrededor. Nubes grises en el cielo y un agudo silencio que se escapa hacia los cerros parecen acompañarlo, mientras de arriba, de los vigilantes cerros, se escurre un frío intenso. Tirita. La pesadez de sus párpados se hace más notoria. De nuevo se siente solo.

¿Quién soy? ¿Soy yo?

Son las seis de la tarde. Una inexplicable tranquilidad se refleja en él, y aunque de nuevo vagos recuerdos parecen venir a su mente en medio de un cansancio mortificante, no pierde la serenidad. Dobla los brazos mientras muere el día entre las tinieblas con el último sol de la ciudad.

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