Cuento
Leonardo Gutiérrez Berdejo
Decide pasar al costado oriental en la idea de
recibir con mayor fuerza los rayos del sol y queda absorto, pese a sus ya
limitados sentidos, por la imagen corpuscular irisada que se forma por millones
de haces luminosos emitidos con inimaginable velocidad que se desatan en diversas
formas y figuras, y se reflejan en las paredes de las casas, en los umbrales de
los edificios, en andenes, árboles y sobre el asfalto de las calles, en
movimientos unas veces sofocantes y otras veces lujuriosos, que revolotean con
el aire seco que inunda el ambiente.
Son las cinco de la tarde y la calle está como
nunca, atestada de gentes; el gentío es mayor a esta hora y colma por completo el
espacio. Los roces y los empujones entre las personas son frecuentes, al igual
que el cruce de miradas perdidas de las que uno nunca sabe si son amistosas o
no –difícil interpretarlo. Cada mirada
se esconde, maliciosa o descaradamente, detrás de una máscara impenetrable
creada con sorprendente habilidad por cada uno para esconder o poner a la vista
los secretos más ocultos que lo agobian o que lo adornan, según el parecer de
cada quien.
Aun en los momentos más reflexivos, casi nunca saca
tiempo para preguntarse o responderse de dónde viene y para dónde va esa masa
de seres que se mueve de un lado a otro, sin un propósito ni meta aparente.
Pasa por el Museo de Historia Nacional y mira la hilera de carros, todos último
modelo, parqueados al frente del viejo edificio que recoge la historia del país.
Después de quince minutos, llega –¡vaya proeza!– a
la parte de la ciudad que divide el sector norte del sur, y duda entre dirigirse
hacia el oriente para bordear el cerro que la rodea o continuar sin desviarse
con el plan original que se ha trazado para llegar a El Parque. El sol parece
escabullirse entre los edificios, teje sombras y claros pero la tarde continúa
con su brillante envoltura. Es débil pero ilumina aún; da la sensación de
seguirles los pasos a los millones de haces luminosos. Busca un pensamiento,
una idea mejor para mejor entretenerse cuando se ve sacudido con brutal fuerza.
-¡Llegó! grita en
su interior y se bambolea de un lado a otro como un maniquí de trapo cuya
cabeza pende sólo de un hilo: está sin control; busca prenderse a algo para no
caer, pero ese algo es esquivo o no existe. No puede sostenerse en pie.
Es
inútil, está presente. Un nuevo rayo –y ya es el segundo– sacude sin piedad el
interior de mi cabeza, se sofoca… se oprime, parece estallar, siento mi cuerpo
tambalearse. Con la escasa picardía que me queda, rasgo con mis uñas un aviso
pegado a un poste que se atraviesa a mi paso, simulo estar en un trance
desesperado de angustia, dolor y rabia a la vez, y me aferro al frío metal como
a un amigo. Recuerdo la última vez que la vi… y creo que fue un error dejar que
se fuera... con la escasa fuerza que me queda creo que puedo agarrarme a ese poste.
Será mi amigo. Estoy solo. Todo puede pasarme. Un sueño profundo se apodera de
mí pero alcanzo a observar que la tarde es diáfana, alegre y juguetona. –¿Por
qué también será triste?, me pregunto.
Con una bien elaborada hipocresía teatral, descubre
detalles nuevos en la vieja calle por la que deambulan miles y miles de
personas sin rumbo fijo, cavila un segundo con cierta altisonancia íntima
acerca de que la gente no sabe caminar y mucho menos sabe observar.
Mi
arrogancia… me da risa, de la que presumía cuando apenas tenía quince años, se
ahoga en el vacío y sucumbe con movimientos torpes de maniquí de trapo; todos pasan
por encima de todo sin importarles nada. ¿Quién, acaso, se ha detenido a mirar
los millones de diminutos rayos de sol formado por millones de corpúsculos que
se cuelan por entre las gentes, los callejones y las horribles casas? Forman
figuras curiosas y extrañas, como nadie nunca las ha hecho. Son libres de andar
y de colarse, pero no dejan de ser anómicos. Yo no lo soy. ¿En qué tiempo
estoy: ayer, mañana? ¿Que es el ahora? Si no tengo espacio ni tiempo en el que
moverme, ¿de qué libertad se habla? ¿Qué es la libertad? Un número cualquiera:
34678, 9870, 375091. ¿Será cierta la teoría de la cuerda? Unas veces se aferran
como alimañas a tu cara, tu ropa y tus zapatos. Te persiguen, te acosan. –¡Maldito,
apártate de mí! ¡Mantente en pie!, ¡no desmayes!, ¡no caigas! ¿Dónde está ahora
ese norte que guía mis pasos? Se me escapa una y otra vez, es muy escurridizo.
Siento tamborilear mis oídos; ruido intenso, acuciante, desesperante. Voces, muchas
voces y sonidos; no ritmo. Silencio, no hay silencio. Calle, no me abandones a
estos lobos. ¿Y si caigo, alguien me ayudará a levantar o, por el contrario, me
ignorarán, me pisotearán?
¿Alguna
vez lo han tenido? Luces confusas de muchos colores vislumbro en las paredes. Gente
estupefacta mirándome. Se apartan de mí, se alejan. Náuseas… siento náuseas.
Se arma de valor y, con la escasa y bien oculta
energía que le resta, avanza en medio de la mayor dificultad para atravesar una
calle ancha, repleta de vehículos. Alguien le pregunta: -¿Le ayudo,
señor? Rechaza la ayuda, siente temor a ser tocado…
Ellos no
ven el sol, nunca han contemplado la primavera ni el otoño, pero sí miran mi
zigzagueante caminar.
–¡Una limosna, por favor! Escucha una voz lejana
decirle a su lado y siente de nuevo temor. Todo le resuena en el oído.
–Le hago de todo, señor, de todo, le susurra una
joven al oído. No la mira, ni siquiera voltea a verla. No puede, la cabeza le
da vueltas como a un muñeco.
¡Tanta
mierda económica! –grita. Algunos voltean a verle. La imponencia del
gran banco le asusta, la somnolencia le persigue y el ruido intenso le
desespera. Trastrabilla pero no cae, Alguien, con cierta generosidad, le
sostiene. Aparta su brazo de él. Sigue sin capacidad de coordinar sus
movimientos. Los corpúsculos juegan a su alrededor. Ignora el tiempo que ha
transcurrido pero todavía es clara la tarde.
Alcanzo a
llegar, dice casi en voz alta. La tarde se resiste a morir en medio del gentío
y se desborda con impecable precisión sobre el asfalto. Por fin, llega a El Parque
y se acomoda en el único banco desocupado que encuentra. No sabe cómo lo ha
logrado.
–¿Necesita algo, señor?, le pregunta alguien, y
agrega: –Puedo ofrecerle algún escape. Lo duda. El sol ha logrado sobrevivir y él,
con la mirada perdida, lo mira colarse por entre la maraña de edificios. Un
pequeño lago de luz aparece y lo ilumina. No está solo; se siente acompañado. Las
baldosas resplandecen y la pintura de las casas se muestra agreste. Lucha
contra la oscuridad. Cree haber visto pasar velozmente una larga mancha roja,
al tiempo que una bandada de palomas, cabezas blancas, revolotean altaneras a su
alrededor. Nubes grises en el cielo y un agudo silencio que se escapa hacia los
cerros parecen acompañarlo, mientras de arriba, de los vigilantes cerros, se
escurre un frío intenso. Tirita. La pesadez de sus párpados se hace más notoria.
De nuevo se siente solo.
¿Quién soy? ¿Soy yo?
Son las seis de la tarde. Una inexplicable tranquilidad se refleja en él, y
aunque de nuevo vagos recuerdos parecen venir a su mente en medio de un
cansancio mortificante, no pierde la serenidad. Dobla los brazos mientras muere el
día entre las tinieblas con el último sol de la ciudad.
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